Vida y obra de René Descartes
René Descartes fue, además de un gran filósofo, matemático y físico. Su pensamiento influyó poderosamente en la historia de la ciencia y marcó de manera decisiva la visión misma del ser humano.
Nacido en la ciudad francesa de La Haye en 1596, fue enviado a estudiar al colegio de La Flèche, donde recibió una educación clásica y a la vez científica. Después cursó estudios de derecho en la Universidad de Poitiers. En 1637 publica su Discurso del Método, que le dará la fama, junto con tres estudios científicos (Dióptrica, La Geometría y Los meteoros) y, en 1641, las Meditaciones metafísicas. En 1649 acepta la invitación de la Reina Cristina de Suecia donde, al año siguiente, muere.
Su obra fue tachada de atea e incluso perseguida (llegando a estar en el Índice, la lista de los libros prohibidos). Sus ideas eran contrarias a las escolásticas; su método, revolucionario. En matemáticas lo recordamos por las coordenadas cartesianas (inventó la geometría analítica). Comenzó la redacción de un tratado de física, que no llegó a publicar ante la condena de Galileo (1633). En Holanda sufrió ataques tanto por parte de católicos como de protestantes. Y, sin embargo, en sus obras uno de los aspectos fundamentales es el intento de demostrar la existencia de Dios a través de la Razón.
La demostración de la existencia de Dios la plantea Descartes de tres formas distintas:
La primera de ellas requiere previamente aclarar la teoría de las ideas innatas. Según Descartes existen tres tipos de ideas: las ideas innatas, que están en nosotros desde el momento mismo del nacimiento, al menos como potencialidad, las ideas adventicias, o derivadas de los sentidos, y finalmente, las ideas facticias, o construcciones de nuestra imaginación. Hecha esta distinción, la cuestión está clara. Si en nosotros habita la idea de Dios como lo perfecto e infinito, ¿de qué tipo de idea se trata? Evidentemente, de una idea innata; pero, ¿cómo está presente en nosotros esa idea de infinitud y perfección, siendo nosotros seres finitos e imperfectos? La respuesta supone aceptar que es Dios mismo quien ha introducido en nosotros esas ideas innatas.
El segundo argumento se basa en mi propia existencia. ¿A qué se debe? No se puede deber a mí mismo, ni a que haya existido siempre, ni, por supuesto, a una causa menos perfecta. Luego he de buscar la respuesta definitiva en Dios.
El tercer argumento, no menos importante, es una variación del argumento ontológico de San Anselmo de Canterbury: si mi mente es capaz de pensar en un ser infinito y perfecto, ha de pensarlo también como existente, pues de lo contrario le restaría perfección. Luego, a partir de la idea de perfección se deduce la existencia misma del ser divino.
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